No falta el que, obediente, y como perrito que espera aprobación, gusta de ver el lado positivo a todo lo que gestiona el Estado; y tál como su "papá gobierno" nos repite el discurso aprendido. Y hasta cuestionan beligerantes-como si tuvieras al político mismo frente a ti- cualquier critica: "¿Como te atreves a criticar?" "¿Con que autoridad?"-notese que si no eres "autoridad" no puedes involucrarte, no sabes de lo que hablas, no tienes derecho a cuestionar nada al respecto-. Esto refleja el estilo despótico y autoritario que caracteriza al Estado moderno; de una u otra forma, todos estamos acostumbrados. amoldados, a los usos de un lenguaje estatalizado, amnésico, que para imponerse nos cuenta historias y olvidos en diferentes claves, historias que son parte de ese engranaje de legitimización de la violencia.
La violencia de los últimos años en México nos lleva a replantearnos algo: no vivimos más bajo la dichosa utopía de una transición democrática. A golpes de realidad,la retórica de la transición a la democracia ha dejado de ser la clave para entender las historias, los discursos y silencios que se producen en torno a la definición del sistema político. Se puede decir que hemos dejado ya de lado la semántica de la transición a la democracia, para internarnos de lleno en una narrativa bélica que, aunque se hagan los que "yo no fuí", es estimulada principalmente desde el Estado mismo. Nos vimos envueltos en una voragine en el que el poder mismo del Estado cambiaba de lenguaje, de metáforas impuestas para darle sentido y verosimilitud a su permanente situación de excepcionalidad, sobre todo a partir del 2006. Al uso indiscriminado de la emergencia de un lenguaje militarizado que está marcando los límites para referirse a la nueva situación política y cultural en nuestro país. Dicho lenguaje configura este nuevo ciclo de las funciones del Estado, de orientación policíaca y militar de los gobiernos de la alternancia, y todo esto terminó por constituirse en una narrativa que fue imponiendo sus propias metáforas, símiles y estrategias discursivas. Ningún tipo de violencia de Estado se impone sin una dimensión narrativa, misma que juega con los diferentes modos de aceptación social de la violencia. La sociedad gradualmente, como lo demostraron los Nazis, termina por hacer su vida en medio de la violencía y la "urgencía" sempiterna.
En vez de transición a la democracia nos dieron un concepto de guerra,mismo que suspendió de facto la necesidad de una transformación democrática del sistema político mexicano; todo en nombre de una supuesta ofensiva interna contra el crimen organizado.
Pasamos de un Estado agresivo/pasivo-con Fox-, con una retórica del “libre mercado”, con la que entendía y practicaba la transición a la democracia, a la abierta defensa militar, interna, de su ideología.
Una guerra sin adversario preciso -me refiero a la ausencia de una fuerza estatal identificada como adversaria, con un ejército regular y reconocido declarante de una guerra-, provino de la decisión política de transformar el enfoque sobre un conflicto cierto, pero hasta 2006 entendido como parte de la normalidad corrupta del Estado mexicano, el narcotráfico y el crimen organizado, en un asunto de legitimidad que cohesionaría al Estado y a la sociedad en función del “enemigo común” e indeterminado. En los últimos meses se ha agotado la aceptación de esta narrativa bélica. Su declaración inicial se volvió un programa de legitimidad política e hizo funcional la crisis que había dejado la elección presidencial de 2006: mientras existiera esta concepción maniquea del crimen organizado, una lucha entre buenos y malos, la situación de excepcionalidad se mantendría con las funciones discursivas de su narrativa bélica.
En México, este lenguaje, impreciso en la generalización pero con enfoques políticos puntuales, se utilizó para estigmatizar movimientos sociales y sirvió para justificar la matanza del 2 de octubre de 1968 en Tlatelolco. Este Parte de Guerra mediático cumple también con la función de normalizar el conflicto, de presentarlo como necesario y hasta exigible, irrenunciable y obligatorio, patriótico y como una epopeya degradada, además de que controla el efecto dramático de sus consecuencias y difunde la idea del triunfo permanente sobre los adversarios. Pero el Parte de Guerra, al concentrarse esencialmente en la descripción básica y fragmentaria de la aniquilación del “adversario”, normaliza la avanzada militar y no registra las “bajas” civiles. Al enaltecer la captura y la muerte de los enemigos, cumple la función de no hablar de aquellos caídos “ajenos al conflicto”. Las víctimas no existen, existen los adversarios capturados o aniquilados. Así, la excepcionalidad actual del Estado mexicano, su argumentación bélica, no reconocería jamás que esta violencia, aparentemente legítima, estaría atentando aleatoriamente contra la sociedad. En la represión y el exterminio sistematizado que organizó la última dictadura en Argentina, por ejemplo, el carácter aleatorio del exterminio se impuso como una manera de difundir el terror y de amedrentar cualquier oposición al régimen. En el caso actual de México, este rasgo aleatorio, que se expresa en la idea de que cualquiera puede morir en el “fuego cruzado”, puede ser entendido como el primer gesto de un Estado que ha decidido llevar la guerra en contra de la sociedad misma, no de manera abierta pero sí como consecuencia normalizada del conflicto.
Sin embargo, en los últimos meses, esta estrategia de aceptación y normalización del conflicto a través del "Parte de Guerra" ya no puede considerarse totalmente como un informe sobre las batallas ganadas, sino como expresión de un círculo vicioso estructural, en el que el crimen organizado es la cabeza de la hidra: un monstruo de siete cabezas que, al ser cortadas, renacen.
Nos han obligado a aceptar metaforas y eufemismos como "daño colateral"; por lo cual no piensan hacerse rsponsables de nada.
Además, estas metáforas negacionistas representaban la imposibilidad de una irrupción discursiva de las víctimas en cuanto tales. La muerte, las heridas de civiles, los daños que producían víctimas, entendidas bajo la noción de “daños colaterales”, eran anuladas en su consideración como sujetos de testimonio y de una política de reconsideración de los efectos de la “guerra”. El daño colateral de guerra guarda una relación inferior de jerarquía respecto a los motivos centrales del conflicto, siempre será infinitamente menor a las razones aparentemente humanizadas del objetivo principal de la guerra: aniquilar al adversario, al criminal, al enemigo del país.
En dicha metafora no solo los jovenes están incluidos; todos estamos incluidos, todos somos suceptibles, se entiende, a caer por ahi entre balas o golpizas ya sea de polícias o del llamado crímen organizado. Qu eal fínal de día da igual, muerte es muerte.
Ya vimos que son habiles en el uso de eufemismos, así como en la tarea de desvanecer la memoría, por eso, nos corresponde ser fieles a esa memoría,exigir justicia y al mismo tiempo registrar una versión alternativa a la narrativa del Estado mexicano. Transformar este dolor en resistencia al determinismo de guerra que nos impone el Estado, con sus narrativas bélicas y su acción militar de efecto aleatorio y exterminador. Para que esto no se répita en el futuro.
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