“México es un país de una clase modesta muy
jodida, que no va a salir de jodida. Para la televisión es una
obligación llevar diversión a esa gente y sacarla de su triste realidad y
de su futuro difícil.”
Fueron las palabras de Emilio Azcárraga
Milmo, El Tigre, pronunciadas hace exactamente dos décadas, el 10 de
febrero de 1993. Su discurso fue improvisado. Se celebraba el éxito de
la telenovela Los Ricos También Lloran que catapultó a la fama
internacional a Verónica Castro. El Tigre andaba feliz y se puso
sincero.
“Los ricos, como yo, no somos clientes porque los ricos
como yo no compran ni madres”, abundó el dueño del imperio Televisa. Los
asistentes rieron. Azcárraga Milmo ya era considerado por la revista
Forbes como el hombre más rico de América Latina. Aún Carlos Slim no se
convertía en magnate global ni buscaba rivalizar con Televisa en el
mercado audiovisual. Mucho menos El Tigre quería ingresar al mercado de
las telecomunicaciones.
“Nuestro mercado en este país es muy
claro: la clase media popular. La clase exquisita, muy respetable, puede
leer libros o Proceso para ver qué dicen de Televisa… Estos pueden
hacer muchas cosas que los diviertan, pero la clase modesta, que es una
clase fabulosa y digna, no tiene otra manera de vivir o de tener acceso a
la distracción más que la televisión”, agregó Azcárraga.
Con una
claridad típica de su estilo, El Tigre quitaba los velos de la retórica y
confesaba lo que todo mundo sabía en este país y nadie se atrevía a
decirlo: la televisión comercial es para enajenar (“divertir”) a los
jodidos. No pretende más que incorporar a los pobres a la sociedad de
consumo. Y tampoco pretende sacarlos de esa condición. Mucho menos
instruirlos.
Para Azcárraga Milmo, como para su padre Emilio
Azcárraga Vidaurreta, y para su hijo Azcárraga Jean la televisión
simplemente es un gran negocio: venderle espectáculo a los pobres y, a
cambio, garantizarle al sistema la sumisión de los “jodidos” y el
control político vía la información teledirigida.
“Somos soldados
del PRI y del presidente”, dijo en otra de sus frases célebres el
inigualable Tigre, famoso por sus desplantes, por su ímpetu de patriarca
y sus lujos.
Han pasado 20 años de esa declaración. El Tigre
falleció en 1997. Su hijo Emilio Azcárraga Jean prometió una apertura.
El gobierno de Salinas de Gortari vendió Imevisión para crear una
“competencia”, TV Azteca, de Ricardo Salinas Pliego. Y lejos de mejorar
los contenidos televisivos, éstos han empeorado.
Ni siquiera las
telenovelas han mejorado. Las audiencias extrañan aquellos melodramas de
Verónica Castro. Y prefieren ahora las telenovelas colombianas,
brasileñas o las de Argos, con un mínimo de coherencia y mejor calidad
en su producción.
Si Azcárraga Milmo confesó que su televisión es
para “jodidos”, Salinas Pliego ha dado suficientes muestras para llevar
este axioma a su máxima expresión. TV Azteca usa y abusa la ignorancia
prevaleciente en los televidentes. Ha hecho de la estridencia y el mal
gusto un gran mercado. Es la vitrina para enganchar a los “más jodidos”
en sus tiendas Elektra, en su banco Azteca, en sus malas réplicas de los
productos de Televisa.
Primera lección: la competencia en televisión abierta no es garantía de mejorar contenidos.
Por
el contrario, sí prevalece el modelo de una televisión
hipercomercializada, orientada sólo al entretenimiento de baja calidad,
bajo costo y alta ganancia, el espejismo del rating es sólo una
justificación para la vulgaridad.
Una y otra vez, Ricardo Salinas
Pliego y Emilio Azcárraga Jean justifican la pésima calidad de la
televisión mexicana, argumentando que eso es lo que “la gente quiere
ver”.
“Si no están de acuerdo, cambien de canal”, han afirmado.
Con esto confirman el menosprecio a los más elementales derechos de las
audiencias, es decir, a contenidos dignos, diversos, de entretenimiento,
información y publicidad que no hagan trampas con tal de mantener a los
televidentes, a los actores y a los productores a expensas de los
mercaderes del espectro.
Segunda lección: la dictadura del rating
no puede ser el único criterio para medir el éxito o el futuro de una
industria. Mucho menos en la era de los cambios digitales y la
convergencia.
Han pasado 20 años de aquel discurso de Azcárraga
Milmo y los legisladores vuelven a analizar una reforma muy ambiciosa en
radiodifusión y telecomunicaciones. El 80% de la iniciativa presentada
por el Pacto por México se dedica a regular un mercado de
telecomunicaciones, dominado por Telmex-Telcel, y el 20%, a regular el
mercado de televisión y radio, dominado por Televisa y TV Azteca.
De
los criterios para mejorar los contenidos hay muy poco o casi nada. Se
eliminó la obligación de que el Estado “garantizará el derecho a las
audiencias” (en el artículo 6 constitucional). Se incluyó la prohibición
a la publicidad integrada, pero ningún criterio para matizar la
excesiva comercialización en la pantalla.
Es evidente que en la
actualidad no se respeta la norma de que sólo el 20% de los contenidos
deben ser publicitarios. La realidad es inversa: sólo el 20% de los
contenidos no es venta, propaganda o publicidad inducida. La pantalla
está plagada de infomerciales, de “productos milagro”, de chabacanerías
para bajar de peso, de astrología mala, de gritones que lo mismo
pontifican de una crema de afeitar que de un partido de futbol.
Han
pasado dos décadas y se cree que con dos o tres cadenas nacionales de
televisión este medio entrará a la modernidad, según los criterios de la
OCDE y las demandas de muchos especialistas.
Bienvenida esa
competencia, pero si van a replicar el mismo modelo de Televisa sólo
tendremos una reproducción al infinito de una televisión que ve clientes
y no audiencias, que maltrata a sus actores y encumbra a los dóciles.
Imaginemos
los noticieros de seis cadenas repitiéndonos al unísono lo que el
gobierno federal quiere que se transmita. Imaginemos programas
deportivos en los que cada cadena defienda a sus equipos de fútbol.
Imaginemos a cada cadena vendiéndonos en todos sus programas sus ofertas
de internet, telefonía y video.
Una reforma que sólo privilegie
la competencia convertirá a los contenidos convergentes (los de
televisión, telefonía e internet) en un gran supermercado. Se podrán
eliminar monopolios económicos, pero no monopolios de opinión pública, y
menos proponer un modelo distinto al de la “televisión para jodidos”.
En
este punto la reforma constitucional que se discute en el Congreso de
la Unión no quiere entrarle. Nada que afecte el modelo único de
televisión comercial. Nada que ofrezca un modelo de medios públicos (que
no gubernamentales). Ni siquiera existe una definición de medios
públicos en la iniciativa. Mucho menos la posibilidad de abrir el
espectro a propuestas comunitarias, indígenas o universitarias.
¿Es esa la democratización de los medios?
Me
temo mucho que no. Si acaso, es la proliferación de muchos bajo el
mismo modelo que no incorpora el punto de vista y las necesidades de las
audiencias
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