Se fue el Abaddón de la literatura; el incansable investigador de los sub-mundos que subyacen en nuestra realidad; el idealista más pragmático que ha tenido el humilde atrevimiento de publicar.
En un Buenos Aires de cielo gris, durante la madrugada, falleció a los 99 años el escritor Ernesto Sábato. Un científico rebelde que cuestionó la amoralidad de la ciencia, un pensador, un escritor que reflexionaba acerca de los insondables claroscuros de la absurda vida humana, un pintor que hacía, por ejemplo, perturbadores retratos de sus ídolos literarios: Kafka y Dostoievski,un idealista que vivió soñando con un mundo mejor, más justo y sin guerras.
Murió en su hogar -sencillo, sin lustres excesivos y fatuos- en Santos Lugares, localidad del sector popular de la provincia de Buenos Aires, al oeste de la capital argentina, donde vivía desde hace 60 años.
Hacía años que su salud estaba quebrantada, misma que desde 2008 había empeorado. Sólo recibía a familiares y amigos muy cercanos. Aunque aparecía como un hombre hosco, tenía un humor muy especial y rescataba la humildad como un refugio para la vida más digna
.
También había pedido expresamente austeridad en su velatorio y que no enviaran arreglos florales.
Sábato nació el 24 de junio de 1911 en Rojas, Provincia de Buenos Aires; luego vivió en La Plata, capital provincial, donde estudió física. Allí conoció a Matilde Kusminsky Richter, con quien se casó en 1936, y por la iglesia en 1990.
La muerte de su esposa en 1998 fue un golpe que no superó, como tampoco la de su hijo mayor Jorge Sábato, quien falleció en 1995 en un accidente automovilístico. En sus últimos años vivió con Elvira González Fraga, quien fue su asistente, y quien lo cuidó en todo este tiempo. Sábato tuvo una vida muy buena, amó a su esposa Matilde y a sus hijos y siempre fue muy querido
, dijo Elvira, quien confirmó que el escritor falleció a causa de una neumonía y que en los últimos tiempos su salud era muy delicada, pero todavía pasaba buenos momentos
escuchando música.
Sábato reconocía además la gran influencia sobre su vida y su obra que tuvo el dominicano Pedro Henríquez Ureña. En un fragmento de la primera parte de su libro Antes del fin, publicado en 1999, al hablar sobre su época universitaria, dice: Se me cierra la garganta al recordar la mañana en que vi entrar a ese hombre silencioso, aristócrata en cada uno de sus gestos, que con palabra mesurada imponía una secreta autoridad: Pedro Henríquez Ureña. Aquel ser superior tratado con mezquindad y reticencia por sus colegas, con el típico resentimiento de los mediocres, al punto que jamás llegó a ser titular de ninguna de las facultades de letras
. A Henríquez Ureña “le debo mi primer acercamiento a los grandes autores, y recuerdo su sabia admonición: ‘donde termina la gramática empieza el gran arte’, porque no era partidario de la concepción purista del lenguaje, por el contrario, estaba cerca de Vossler y Humboldt, quienes consideraban el idioma como fuerza viva en permanente transformación”.
En 2004, cuando fue homenajeado en la ciudad de Rosario durante el tercer Congreso de la Lengua, dijo al diario La Jornada que había que recuperar aquellos resplandores, como los que hubo en tiempos en los que Argentina y México eran los lugares de encuentro de todos los hombres de las palabras y la gran literatura
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