domingo, 8 de junio de 2008

El despertar de la Coyolxauhqui.


El clima era frío durante la madrugada del 28 de febrero de 1978 en pleno centro histórico de la ciudad de México, justo en el zócalo. Felipe Solís era un arqueólogo joven con una pasión por la cultura mexica. Como muchos chavos de la época, sabía que el “look” era importante, así que vestía a la moda: pantalones acampanados, botines de piel, ese día llevaba un suéter de Chiconcuac. A fines de los setentas en México seguía fuerte la onda post-hippie. Felipe leía fascinado -como muchos en esa época- a Carlos Castañeda, y esas narraciones hacían volar su imaginación y le inspiraban sed de conocimiento por las culturas antiguas que habitaron este país. Hoy se lo toma con más calma, y como el docto arqueólogo (director del Museo Nacional de Antropología) que es, opina que lo que Castañeda escribió es “poco serio”; pero que servía como una invitación novelada a descubrir otros horizontes.

Ese día, una voz de mujer, en una misteriosa llamada telefónica, lo alertó de que alguien intentaba saquear un tesoro arqueológico en la esquina de las calles Guatemala y Seminario. Al llegar al lugar no encontraron a nadie, pero sabedores de que bajo esas calles aún se ocultaban muchos tesoros, hicieron una excavación solo para descubrir lo que creían era un “fragmento” enterrado. Después de doce horas de excavación emergió Coyolxauqui, la mítica diosa lunar de los mexicas. Un monolito de piedra justo en la base de las escaleras del Templo mayor, hacía donde caían los cuerpos mutilados de los sacrificados.

No hay comentarios: